En una plaza de San Pedro repleta
de peregrinos, el Papa Francisco, quien como todos los miércoles saludó antes
de comenzar la Audiencia a los fieles haciendo un recorrido en automóvil, habló
de la necesidad que tenemos del don del Espíritu Santo, aquí sus palabras:
Queridos hermanos:
Queridos hermanos:
El temor de Dios, don del Espíritu Santo, al que me refiero hoy, no quiere decir tener miedo a Dios, Omnipotente y Santo, pues sabemos que Dios es nuestro Padre, que nos ama y quiere nuestra salvación. Cuando el Espíritu Santo habita en nuestro corazón, nos infunde consuelo y paz, aquella actitud de quien deposita toda su confianza en Dios y se siente protegido, como un niño con su papá.
Este don del Espíritu Santo nos permite imitar al Señor en humildad y obediencia, no con una actitud resignada y pasiva, sino con valentía y gozo. Nos hace cristianos convencidos de que no estamos sometidos al Señor por miedo, sino conquistados por su amor.
Finalmente, el temor de Dios es una “alarma”. Cuando una persona se instala en el mal, cuando se aparta de Dios, cuando se aprovecha de los otros, cuando vive apegado al dinero, la vanidad, el poder o el orgullo, el santo temor de Dios llama la atención: Así no serás feliz, así terminarás mal.
Que el temor de Dios nos permita comprender que un día todo terminará y que debemos dar cuentas a Dios.
Además, el pasado domingo 1 de junio
se reunió con los presidentes israelí Shimon Peres y palestino Mahmoud Abbas
como iniciativa para la paz. Extractos de las palabras de Francisco:
“Gracias
desde el fondo de mi corazón por haber aceptado mi invitación a venir aquí para
implorar de Dios, juntos, el don de la paz. Espero que este encuentro sea el
comienzo de un camino nuevo en busca de lo que une, para superar lo que divide.
Este
encuentro nuestro para invocar la paz en Tierra Santa, en Medio Oriente y en
todo el mundo, está acompañado por la oración de tantas personas, de diferentes
culturas, naciones, lenguas y religiones: personas que han rezado por este encuentro
y que ahora están unidos a nosotros en la misma invocación.
Señores
Presidentes, el mundo es un legado que hemos recibido de nuestros antepasados,
pero también un préstamo de nuestros hijos: hijos que están cansados y agotados
por los conflictos y con ganas de llegar a los albores de la paz; hijos que nos
piden derribar los muros de la enemistad y tomar el camino del diálogo y de la
paz, para que triunfen el amor y la amistad.
Muchos,
demasiados de estos hijos han caído víctimas inocentes de la guerra y de la
violencia, plantas arrancadas en plena floración. Es deber nuestro lograr que
su sacrificio no sea en vano.
Para
conseguir la paz, se necesita valor, mucho más que para hacer la guerra. Se
necesita valor para decir sí al encuentro y no al enfrentamiento; sí al diálogo
y no a la violencia; sí a la negociación y no a la hostilidad; sí al respeto de
los pactos y no a las provocaciones; sí a la sinceridad y no al doblez. Para
todo esto se necesita valor, una gran fuerza de ánimo.
La
historia nos enseña que nuestras fuerzas por sí solas no son suficientes. Más
de una vez hemos estado cerca de la paz, pero el maligno, por diversos medios,
ha conseguido impedirla. Por eso estamos aquí, porque sabemos y creemos que
necesitamos la ayuda de Dios. No renunciamos a nuestras responsabilidades, pero
invocamos a Dios como un acto de suprema responsabilidad, de cara a nuestras
conciencias y de frente a nuestros pueblos. Hemos escuchado una llamada, y
debemos responder: la llamada a romper la espiral del odio y la violencia; a
doblegarla con una sola palabra: «hermano». Pero para decir esta palabra, todos
debemos levantar la mirada al cielo, y reconocernos hijos de un mismo Padre.
A él
me dirijo yo, en el Espíritu de Jesucristo, pidiendo la intercesión de la Virgen
María, hija de Tierra Santa y Madre nuestra.
Señor,
Dios de paz, escucha nuestra súplica.
Hemos
intentado muchas veces y durante muchos años resolver nuestros conflictos con
nuestras fuerzas, y también con nuestras armas; tantos momentos de hostilidad y
de oscuridad; tanta sangre derramada; tantas vidas destrozadas; tantas
esperanzas abatidas... Pero nuestros esfuerzos han sido en vano. Ahora, Señor,
ayúdanos tú. Danos tú la paz, enséñanos tú la paz, guíanos tú hacia la paz.
Abre nuestros ojos y nuestros corazones, y danos la valentía para decir:
«¡Nunca más la guerra»; «con la guerra, todo queda destruido». Infúndenos el
valor de llevar a cabo gestos concretos para construir la paz. Señor, Dios de
Abraham y los Profetas, Dios amor que nos has creado y nos llamas a vivir como
hermanos, danos la fuerza para ser cada día artesanos de la paz; danos la
capacidad de mirar con benevolencia a todos los hermanos que encontramos en
nuestro camino. Haznos disponibles para escuchar el clamor de nuestros
ciudadanos que nos piden transformar nuestras armas en instrumentos de paz,
nuestros temores en confianza y nuestras tensiones en perdón. Mantén encendida
en nosotros la llama de la esperanza para tomar con paciente perseverancia
opciones de diálogo y reconciliación, para que finalmente triunfe la paz. Y que
sean desterradas del corazón de todo hombre estas palabras: división, odio,
guerra. Señor, desarma la lengua y las manos, renueva los corazones y las
mentes, para que la palabra que nos lleva al encuentro sea siempre «hermano», y
el estilo de nuestra vida se convierta en shalom, paz, salam. Amén.”
Fuente: www.news.va
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@jovencatolica1. Dios les bendiga.